El sepulturero y la Tierra Negra by Oliver Pötzsch

El sepulturero y la Tierra Negra by Oliver Pötzsch

autor:Oliver Pötzsch [Oliver Pötzsch]
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9788408273066
Amazon: B0BYK1G799
Goodreads: 128548820
editor: Editorial Planeta
publicado: 2023-05-09T22:00:00+00:00


XV

—Yo quería a mi padre, inspector. A veces tengo la sensación de que todavía está aquí, en algún lugar de la casa, como si nunca me hubiera abandonado. Cuando el suelo cruje, pienso que son sus pasos.

Leo seguía en el jardín de invierno de la Villa Tebas en compañía del matrimonio Rapoldy. Se había sentado con ellos alrededor de la mesa. La lámpara de gas parpadeaba encima de Charlotte Rapoldy y daba a su rostro un mórbido brillo azulado. En el jardín se escuchaba el canto de un ruiseñor, pero por lo demás reinaba un silencio casi sepulcral.

La egiptóloga se quitó la diadema de plata del pelo y, absorta en sus pensamientos, deslizaba los dedos sobre el escarabeo verde. Suspiró hondo una vez más y comenzó a contar la historia.

—Todos nos hacemos mayores, ¿verdad? Mi padre nunca habría dejado que se notase, pero en los últimos años padecía de exceso de azúcar, respiraba con dificultad y el calor no le sentaba bien. A pesar de ello, insistió en dirigir la expedición a Deir el-Bahari. El mayor de sus sueños fue traer a Viena todos estos maravillosos tesoros. Mi marido y yo solo queríamos hacer una corta visita a las excavaciones y luego emprender un crucero por el Nilo. Al fin y al cabo, era nuestra luna de miel… —Charlotte sonrió lánguidamente y Clemens Rapoldy la tomó de la mano—. Nos quedamos más tiempo del previsto. Como mi marido es médico, lo estuvimos cuidando. Clemens le recetó entonces diabecerina…

—¿Diabecerina? —preguntó Leo extrañado—. ¿Qué es eso? ¿Un medicamento?

—Es un extracto de páncreas porcino —respondió Clemens Rapoldy—, una terapia muy reciente, todavía no investigada del todo, que se considera mano de santo para la diabetes. No es un medicamento lo que se dice barato, pero me pareció oportuno tratar a mi suegro con él.

—Papá recibía una dosis cada mañana, incluso cuando ya estuvo de vuelta en Viena —explicó ella—. Aquí, en la casa, tenemos una máquina frigorífica donde almacenamos otros ingredientes importantes. Yo misma le inyectaba el extracto a diario. Era nuestro ritual matutino, hasta que llegó la maldita mañana del pasado mes de febrero… —Su rostro se ensombreció, era evidente que le costaba continuar su relato.

—No tienes por qué hacerlo, Charlotte —le dijo su marido mientras le seguía sosteniendo la mano—. No es bueno dejar que los recuerdos vuelvan a…

—Yo…, todavía no me lo puedo explicar —comentó ella sin prestarle atención, como si estuviera en trance—. Como decía, en la nevera había otros productos que también tenían que estar refrigerados. Entre ellos había muestras de un veneno que mi padre había traído de Egipto y que quería examinar más de cerca. Era una sustancia extraída de la planta del estrofanto, que provoca náuseas y vómitos, reduce la frecuencia cardíaca hasta la mitad y, en última instancia, causa un fallo cardíaco completo. Papá sospechaba que el estrofanto se utilizaba en las pirámides contra los ladrones de tumbas y que podía conservarse durante milenios.

—Una trampa para visitantes molestos —dijo el inspector, que en ese momento se acordó de las trampas de Augustin Rothmayer en el Cementerio Central.



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